Ana Martinez Gil es doctora en Ciencias Químicas por la UCM (1987) y actualmente lidera varios proyectos de investigación sobre química médica y diseño racional de nuevos fármacos para el tratamiento de enfermedades neurodegenerativas como el alzhéimer, el párkinson, la esclerosis lateral amiotrófica o la esclerosis múltiple. Pero este es solamente uno de los campos de investigación del laboratorio de Química Médica y Biológica Traslacional, perteneciente al Centro de Investigaciones Biológicas Margarita Salas del CSIC que Martínez lidera junto a la doctora Carmen Gil Ayuso-Gontan.
En una entrevista para Soziable, Martínez habla sobre su vocación científica, que le ha llevado a ser autora de más de trescientas publicaciones científicas y más de cuarenta patentes activas; además de recibir el premio extraordinario de doctorado, el premio Madri+d a la mejor patente (2015), el premio a la mejor patente 2021 de la OEPM y el premio Nacional en transferencia de tecnología Juan de la Cierva 2022.
Por otro lado, compagina su faceta como investigadora con otras actividades como la asesoría de varias compañías farmacéuticas y biotecnológicas y, en 2014, ella y Carmen Gil fundaron la compañía Ankar Pharma, cuyo objetivo es llenar el vacío entre la investigación básica para el descubrimiento de fármacos y los ensayos clínicos para enfermedades neurodegenerativas.
¿Qué te inspiró para seguir una carrera en ciencias y cómo terminaste eligiendo la química y tu especialidad actual?
Por una parte, mi familia me animaba a seguir en la universidad, aunque mi padre prefería que me orientase hacia carreras de letras con mucha formación cultural y personal que, desde luego, es muy importante. Sin embargo, cuando estudiaba en el colegio me habían gustado mucho la biología y la química y, en realidad, lo que me apetecía era ser médico, porque tenía esa vocación por tratar a las personas y cuidarlas.
Por otro lado, aunque aún era joven en aquel momento, entre mis planes de futuro también estaba constituir una familia y me parecía que la carrera de medicina tiene el inconveniente de ser demasiado larga como para encajar en esos planes, así que busqué alternativas y me decidí por la química.
Después, tuve la suerte de encontrar un profesor de química orgánica muy bueno. Así que terminé especializándome en ese campo y haciendo mi tesina de licenciatura y mi tesis doctoral en química médica. Finalmente conseguí aproximarme mucho a estar cerca de los pacientes y diseñar los fármacos con los que podemos curarlos.
¿Cuáles son tus referentes? ¿Hay alguna mujer científica a la que admires o que haya influido en tu carrera?
Por ejemplo, fue una gran influencia la doctora Pilar Ortega, que era prima hermana de mi madre. Mi tía Pilarín, como la llamaban en casa, era catedrática de biología y tenía seis hijos. Más adelante, cuando ya estaba estudiando mi carrera, tengo como referente al profesor Don José Elguero, que sigue trabajando en el laboratorio y en el despacho a sus 89 años. También, cuando entré en el mundo de la neurociencia, me fascinaba el trabajo realizado por Ramón y Cajal.
“Formo parte de una generación en la que las investigadoras que me precedieron habían renunciado a crear su propia familia, ya que pensaban esa era la única manera de progresar en su carrera profesional”
¿Te encontraste muchos obstáculos para desarrollar tu carrera como científica e investigadora?
En realidad, no. De hecho, mi directora de tesis doctoral fue una mujer. A lo largo de mi carrera no he percibido ningún tipo de discriminación u obstáculos. Cuando empecé mi trabajo experimental, en el Instituto de Química Médica, se trabajaba en equipo y había varones y mujeres. Sí es verdad que en ese centro se formaba mucha gente para trabajar en la industria farmacéutica y la mayoría de los varones que se marchaban a trabajar en ese sector, mientras que las mujeres se quedaban en el instituto.
Por otro lado, si he visto a mi alrededor que existían obstáculos para que las mujeres científicas desarrollasen su carrera, era porque se los ponían ellas mismas. Formo parte de una generación en la que las investigadoras que me precedieron habían renunciado a crear su propia familia, ya que pensaban esa era la única manera de progresar en su carrera profesional. Por mi parte, yo tenía muy claro que no quería renunciar a eso y he sido afortunada, porque cuento con un marido estupendo y las posibilidades e instrumentos para compatibilizar ambas posiciones: la familia y la profesión.
¿Crees que hoy en día se siguen dando esas dificultades conciliación entre las jóvenes investigadoras?
La primera revolución ya se ha producido y es la plena incorporación de la mujer al mundo laboral, que ha supuesto grandes avances muy positivos para la sociedad. Pero esta revolución social se completará cuando el varón considere de verdad la familia como algo valioso y necesario, porque en ese momento se equipararán las fuerzas.
En mi laboratorio hay mujeres trabajando en muchas investigaciones, que al mismo tienen su propia familia y, desde luego, cuando se dan de baja se les echa de menos, pero todavía no ha habido ningún varón haya cogido una baja de paternidad. Si se da el caso también le echaremos mucho de menos, por supuesto.
“Las posibilidades de éxito en este campo son bajas y la inversión necesaria es muy alta, con lo cual, debemos estar muy cerca de la industria farmacéutica y del sector productivo”
Has liderado numerosos proyectos de investigación sobre química médica y de nuevos fármacos para la enfermedad de Alzheimer y Parkinson, la esclerosis lateral amiotrófica, la esclerosis múltiple o enfermedades infecciosas como el ébola o la COVID-19. ¿Podrías explicarnos cómo se desarrolla el proceso de diseño de un nuevo fármaco?
Para empezar, las posibilidades de éxito en este campo son bajas, pero eso no debe desanimarnos. Por otro lado, la inversión que se necesita es muy alta, con lo cual, debemos estar muy cerca de la industria farmacéutica y del sector productivo. Lo que hacemos en el laboratorio, como centro académico, es el diseño, la síntesis y la evaluación inicial de los fármacos.
Nuestro trabajo de investigación empieza por encontrar una diana terapéutica, es decir, una proteína o macromolécula de nuestro organismo que se ve alterada por una determinada enfermedad. Lo que intentamos es corregir esa alteración para que vuelva a la normalidad. El siguiente paso es buscar moléculas que se acoplen a esa diana terapéutica. Para ello utilizamos métodos computacionales, que se utilizan en nuestro laboratorio desde los años 80, cuando se empezó a introducir la química computacional.
Con este método obtenemos moléculas que, mediante procesos de química orgánica, sintetizamos para evaluarlas en modelos experimentales y comprobar que actúan sobre la diana terapéutica y si tienen un efecto en la enfermedad donde postulamos que dicha diana es clave para la patología.
Es un área muy multidisciplinar, dado que incorpora química de síntesis, química computacional, biología celular y, en momentos determinados, incluso farmacología de experimentación animal. El proceso es muy largo, desde que empieza hasta obtener una molécula que tenga eficacia en un modelo animal pueden pasar entre 6 y 8 años. Después, para llegar a usarse como medicamento, todavía tendría que pasar por los ensayos clínicos. Por eso se necesitan una inversión muy alta; estaríamos hablando de que cada 5.000 nuevos fármacos que obtenemos en el laboratorio solo uno llega al mercado.
Este modelo traslacional, con equipos multidisciplinares, ¿desde cuándo se viene aplicando en la investigación médica?
La utilización de equipos multidisciplinares es algo más propio del presente siglo. De hecho, yo me trasladé en 2014 al Centro de Investigaciones Biológicas Margarita Salas del CSIC para disponer de la química de síntesis, la química computacional y, además, poder realizar los ensayos biológicos y los ensayos en vivo.
Antes cada uno trabajaba en su campo y la investigación avanzaba de manera más secuencial, paso a paso. En el instituto podíamos trabajar en la química orgánica y la de diseño, pero la evaluación biológica se hacía en laboratorios colaboradores externos. Cada uno de esos pasos lleva su tiempo y coordinar todas las agendas es lo que ralentizaba el avance del trabajo.
Por otro lado, la tecnología también nos ha beneficiado en ese sentido, porque nos permite relacionarnos a distancia y ahora tengo colaboradores, por ejemplo, en Taiwán, Chile, Canadá, Estados Unidos y, por supuesto, en toda la Unión Europea. El COVID nos ha enseñado mucho a hacer esto. Nos ha dejado muchas cosas malas, pero también alguna buena como esta, porque, aunque nos cerraron los laboratorios, pudimos abrir desde nuestras casas los ordenadores y nuestras mentes para poner cosas en común y que la investigación no se paralizara del todo.
“Actualmente, estamos muy volcados en la investigación para encontrar un tratamiento contra la esclerosis lateral amiotrófica”
¿Podrías compartir con nosotros algunos de los avances más significativos que has logrado en tu campo de investigación?
Desde mi laboratorio los resultados más avanzados se vienen produciendo en el campo de las enfermedades neurodegenerativas y neurológicas. Hemos tenido candidatos fármacos nuestros que han llegado a ensayos clínicos para pacientes de alzhéimer; de parálisis supranuclear progresiva; de autismo o de distrofia miotónica. En concreto, en lo referente a esta última enfermedad ya se ha pedido la autorización para la aprobación comercial de uno de nuestros fármacos en Reino Unido y Canadá.
También hemos podido presentar el dossier en la Agencia Española del Medicamento de un fármaco para el párkinson con muy buenos resultados en modelos animales y, actualmente, estamos muy volcados en la investigación para encontrar un tratamiento contra la esclerosis lateral amiotrófica.
¿Puedes darme algún ejemplo de cómo actúan estos fármacos que desarrolláis sobre este tipo de enfermedades?
Por ejemplo, uno de los fármacos consigue modular un centro neurálgico de conexión de muchos mecanismos celulares que están implicados en la neurodegeneración y en el déficit cognitivo. Lo que hace es que proteger las neuronas y algunas células musculares, evitando que se deterioren y mueran. Además, consigue que mejore la cognición de los pacientes enfermos de distrofia miotónica cogénita, que es una enfermedad del neurodesarrollo que afecta principalmente a niños y para la que hemos solicitado la aprobación de este fármaco.
También eres fundadora de Ankar Pharma, cuyo objetivo es llenar el vacío entre la investigación básica para el descubrimiento de fármacos y los ensayos clínicos para enfermedades neurodegenerativas, ¿podrías darnos más detalles sobre su actividad y cómo cumple ese objetivo?
Ese vacío es lo que llamamos el “valle de la muerte” en el período del descubrimiento de fármacos, porque, como decía, solamente una de cada 5.000 moléculas que hayan funcionado en las fases previas va a tener la oportunidad de empezar los ensayos clínicos en humanos que, lógicamente, están protegidos por la agencia reguladora de los medicamentos en cada país. Debe cumplirse toda una normativa de buenas prácticas y presentar un dossier con toda la información, cumpliendo unos requisitos estándar, para que sea evaluado por cada agencia reguladora.
En primer lugar, debe realizarse la fabricación de la forma farmacéutica que se administrará al paciente, además de hacer ensayos de toxicología en dos especies animales, entre otros procesos para que se pueda definir cuál es la mínima dosis con la comenzarán posteriormente los ensayos clínicos en humanos. Para ello, se sigue la normativa de buenas prácticas que se aplica en los laboratorios de manufactura, porque todo esto no lo hacemos en los laboratorios académicos.
En definitiva, realizar todas estas tareas en los laboratorios de manufactura tiene un precio. En el mejor de los casos, el coste puede ser de entre 2 y 3 millones de euros, una cantidad de dinero que es muy difícil de obtener de las agencias de financiación públicas. Por este motivo, es necesario contar con una empresa que sea capaz de captar e invertir ese dinero de manera eficaz, porque en los centros públicos tampoco tenemos esa capacidad de gestión. Así que, junto a mi compañera del CIB, Carmen Gil, decidimos crear la empresa biotecnológica Ankar Pharma, con el fin de que sirva de puente que cubra ese vacío entre las fases preclínica y clínica.