Akamasoa -que significa ‘amigo bueno’- es hoy día una ciudad bien urbanizada y pavimentada. El lugar donde antes se amontonaba la basura y al que acudían todo tipo de alimañas actualmente está surcado por pulcras calles de suelos adoquinados a las que se asoman un sinfín de casitas bajas con tejado a dos aguas y pintadas de vivos colores. La ‘ciudad milagro’ cuenta con escuelas, en las que estudian 14.000 niños, hospitales, bibliotecas y otros servicios.
El iniciador de esta asombrosa transformación es el padre Pedro Pablo Opeka, misionero argentino, hijo de inmigrantes eslovenos. Cuando este sacerdote llegó a Antanarivo en 1989 encontró, según sus palabras, “un infierno con muchisima violencia, robos, mentiras, envidias y ninguna solidaridad”. En medio de la basura vio a los niños disputándose los restos de comida con los cerdos y los perros. Entonces se dijo a sí mismo que allí no podía predicar. Debía actuar.
No tenía dinero así que, con suma paciencia, fue ganándose la confianza y el apoyo de la población local para trabajar juntos en la construcción de un lugar más humano, la que ahora también se conoce como la 'Ciudad milagro' o la 'Ciudad de la Amistad'. “Una aventura humana y espiritual comienza casi siempre sin dinero. Porque no es el dinero el que hace los milagros, es el amor, la fe, la pasión, el coraje y la perseverancia”, afirma el padre Opeka.
"No es el dinero el que hace los milagros; es el amor, la fe, la pasión, el coraje y la perseverancia"
Gastón Vigo, uno de sus más estrechos colaboradores, recuerda que no fue fácil cambiar la mentalidad de la gente. “Lo más complejo era convencerlos de que pensaran más allá del presente, porque no creían en el futuro. Para ellos, el mañana era lejano porque el asunto era poder comer hoy. Les costaba mucho mantener el aliento, las ganas de trabajar, superar el pasado, porque estaban corrompidos por la miseria”.
No obstante, Vigo subraya que siempre han tratado a los pobres como “sujetos y artífices de su propio destino, y no como destinatarios de acciones paternalistas y asistencialistas”. El amigo del Padre Opeka lo expresa con claridad: “No creemos en el asistencialismo, sino en poder darle a quien sufre las herramientas necesarias para ponerse en pie”.
Paulatinamente y con mucha perseverancia, Opeka y Vigo han sido testigos del cambio en la gente, del paso de la miseria a la dignidad. Así lo describe el misionero argentino: “Los pobres descubren la responsabilidad, dejan de robar y buscan trabajo y sus niños van a la escuela. Las familias reencuentran la alegría de vivir y la ayuda mutua. Los padres y las madres descubren que el amor por sus hijos les da sentido a sus vidas”.
Opeka insiste en que Akamasoa no es un proyecto de cooperación al desarrollo sino un combate urgente contra la pobreza. “Aquí en Akamasoa se lucha sin intermediarios, estamos solos frente a la miseria y la extrema pobreza. Avanzamos juntos con altibajos y perdonándonos unos a otros por no estar a la altura de los desafíos que asumimos”.
Se inflama de irritación cuando piensa en los ambiciosos programas contra la pobreza de los organismos estatales e internacionales y en las buenas intenciones que se quedan solamente en palabras. “Hay que dejar de lado la hipocresía de nuestros brillantes discursos. Tenemos que conmovernos y actuar y asumir nuestras responsabilidades frente a tantos miles niños de la calle que hay en todas las grandes ciudades del mundo. Basta de teatro y más verdad y compromiso concreto”.
La organización de la convivencia
Pero ¿cómo se organiza la vida en común en Akamasoa? Existen normas claras que rigen el trabajo y la convivencia, pero no han sido impuestas desde la mentalidad del mundo desarrollado sino a partir de las tradiciones y el modo de pensar de este pueblo. “Esto implicaba conocer su cultura, su mentalidad, su historia, sus tradiciones y sobre todo su lengua para poder comunicarse”, subraya el padre Opeka, que antes de comenzar una obra como la de Akamasoa, tuvo que empaparse de la cultura malgache durante 15 años en un lugar al sudeste de la isla.
“Hay que dejar de lado la hipocresía de los brillantes discursos; tenemos que actuar y asumir nuestras responsabilidades"
Para vivir en la ciudad hay que asumir las ‘dinas’, que son normas consensuadas por toda la comunidad, que establecen derechos y obligaciones y cuyo incumplimiento conlleva una pena. Por otra parte, la gestión económica y administrativa recae sobre un cuerpo de 780 empleados directos de Akamasoa que son coordinados por un equipo directivo en el que participa misionero argentino. Docentes, médicos, ingenieros y técnicos también participan en la supervisión de todas las actividades. “Hacen todos los días un gran trabajo en lo que es una verdadera pelea contra la pobreza más extrema”, subraya Vigo.
La mitad de las necesidades de la ciudad ya son finaciadas con recursos propios obtenidos a través de actividades de emprendimiento. La otra mitad procede de subvenciones estatales y donaciones de particulares.